La monetarización de la vida no merece un Nóbel

Ya sabía yo que se me iban a tirar al cuello por culpa de este artículo sobre la dulce abuelita que toma el té a pesar de que mi única intención era la de comentar que me apasiona Maryl Streep.

¿Cómo se me ocurre decir que Margarita la Pajera -traducción literal al español del sintagma Margaret Thatcher, lo prometo- ha sido de facto una asesina?

En este blog, intentamos acercarnos al escenario del lenguaje y a la comunicación desde una posición diferente, particular y artematopéyica. Con ironía, con humor y con mucho learning-by-reading. No somos un periódico digital ni una plataforma política. Ni catedráticos ni políticos ni sociólogos ni comisionistas. Nuestros artículos no son opinión interesada: son casos extraídos de la más cruda realidad en los que, en lugar de parrafear teorías y explicaciones sobre lo que enseñamos en nuestros talleres de lenguaje emocional, persuasión, creatividad y comunicación o en nuestros grupos de coaching empresarial, creamos un paquete metafórico en torno a una premisa empleando los recursos con los que trabajamos en Artematopeya -lenguajes y códigos de comunicación en su sentido más amplio, psicoherramientas y cognición- y la entregamos envuelta y con lazo, sabiendo perfectamente de antemano lo que va a provocar y exactamente a quién. No hay inocencia ni ingenuidad ni errores de bulto ni faltas de ortografía. Nada es lo que parece y todo tiene un porqué.

Pero hoy me he levantado hastiado de la metáfora y voy a opinar. Que conste que no tengo nada que ver con el PSOE ni quiero, gracias. Vaya por delante.

Detente un momento y piensa en lo siguiente:
– ¿Por qué elegiría Carmen Chacón verbalizar que lo que el PSOE necesita es un REARME IDEOLÓGICO?
– ¿Por qué aparece impresa ayer en algunos periódicos y en otros no?
– ¿Qué significados y emociones están culturalmente asociados al concepto de rearme?
– ¿Por qué es necesario sugerir un escenario de guerra ante una audiencia determinada?
– ¿Crees que el poder de una simple y única palabra es suficiente para provocar un estado de movilización en un ámbito social determinado?

Ejemplos como éste puedes encontrarlos todos los días, en todos los medios y en todas las interacciones de comunicación en las que estás envuelt@. Eres blanco, a diario, de miles de ataques contra tu inconsciente para que seas sumiso, para que trabajes sin rechistar, para que consumas, para que gastes tu dinero y sigas dependiendo, para que sientas miedo (pronto hablaremos, de nuevo, sobre el marketing del miedo…) y angustia, para que seas un robot. Y todo ello ocurre delante de nuestras narices y cocinado de forma que la mayoría de la masa, tonta y robotizada, no se dé cuenta. Porque para la organización social del capitalismo en el que vivimos, es condición sine qua non que la mayoría no seamos más que una masa de carne esclavizada al dinero y atada a la rueda dentada que mantiene en marcha el movimiento del sistema.

Existe la manipulación emocional. Existe la hipnosis pervertida. Existe la comunicación persuasiva vestida de negro. Existe todo esto y muchísimo más aún. Existe.

Y existen herramientas, como el cine, a las que les abrimos las puertas de nuestra estabilidad y de nuestro aparato emocional de par en par y sin barreras. Y existen películas, como La dama de hierro, que entregan un mensaje manipulado y manipulador. Y esta entrega no es inocente ni ingenua ni casual. Es un cañón dirigido contra tu cabeza.

Aún a riesgo de repetirme cual ajo, te vuelvo a invitar a que veas esta película documental sobre el trabajo de Naomi Klein La doctrina del caos (es un enlace a Youtube). Si aún no la has visto, estoy seguro de que te aclarará muchísimas cosas.

Por ejemplo, que el neoliberalismo de todo un premio Nóbel como Milton Friedman ha implicado la muerte de demasiadas personas, por acción o por omisión. Que sólo en el mundo civilizado –y no incluyo Iberoamérica porque para las huestes clasistas de la puñetera y famosa escuela de Chicago aquel territorio no era más que un zoológico lleno de monos con los que experimentar; por favor, no dejes de ver el documental-,  Margaret Thatcher, Ronald Reagan, aquel engendro que leía libros al revés conocido como George Bush, José María Aznar y pronto hasta el nuevo ministro de justicia Alberto Ruiz Gallardón, con su reciente declaración de intenciones, han sido y/o serán responsables directos del sufrimiento de millones de personas por el hecho de no pertenecer a una determinada raza aria en la que los dicen haiga no tendrían la oportunidad de aprender a decir haya sin una cuenta corriente con la que pagar el servicio. O en la que los enfermos sin recursos económicos solo podrían rezar para seguir vivos porque, sin dinero, no podrían comprar un servicio médico. O en la que los que tienen un nivel intelectual distinto o inferior o discapacitado no tendrían derecho a ser considerados por su mera condición de seres humanos y respetados en su dignidad. Si esto ocurre en Europa y en Norteamérica, mejor ni hablemos de los países en desarrollo o en vías, porque suponen la peor vergüenza y la peor indignidad de esta civilización humana tan avanzada y tan solidaria de la que formamos parte.

El neoliberalismo no es una inocente teoría económica que se queda en los anaqueles de las bibliotecas: directamente implica que, si no cumples ciertos requisitos de una tabla de cualidades determinada -nivel intelectual, nivel de educación, nivel de liquidez, nivel social-, no puedes acceder a ciertos bienes y servicios: sanidad, justicia, educación… Pasas a formar parte de una raza endémica inferior que se va consumiendo hasta morir porque no importa tu naturaleza humana: sólo importa tu naturaleza económica como consumidor. Si no tienes nada, no vales nada. Sólo vales lo que sume tu cartera. Y todo esto apesta, sencillamente, a limpieza étnica como la de aquel señor alemán con bigote de cuyo nombre y de cuya puta madre no quiero acordarme. Porque el trasunto segunda guerra mundial no fue más que cuestión de dinero.

¿De quién fue la idea de premiar con un Nóbel a un señor que consiguió montar un club de poder alrededor de la idea de que la dignidad humana no existe y de que la única dignidad es la que se puede comprar?

Por eso, La dama de hierro es cinematografía inmoral. Porque miente sin escrúpulos y crea un personaje de ficción que nunca ha existido. No te creas la inocencia de la abuelita y no te dejes engañar más, por favor. Sí, Meryl Streep está estupenda. Pero esta película es una esponjosa, amarronada, humeante, putrefacta y maloliente mierda.

Sin anestesia te lo repito.

Y todo esto sí es opinión.

3 respuestas a “La monetarización de la vida no merece un Nóbel

  1. Hola Manuel,

    Agradezco mucho tu aportación pero la extensión de los textos me impide encajarlos como comentarios en el blog. Si me puedes pasar las urls de los dos artículos, las enlazo como archivos externos y te hago un comentario en la forma de artículo, si te parece. Muchas gracias por participar en este espacio y por aportar tus interesantes comentarios, un abrazo

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  2. Dejo otro punto de vista sobre «La doctrina del Shock»

    «Friedman con cuernos y rabo
    Daniel Rodríguez Herrera

    Como obra de ficción, la última novela de Naomi Klein sobre los males del capitalismo resulta muy entretenida y amena, y se lee sin sentir. Desgraciadamente, la intención de la autora es colárnosla como un ensayo que conjuga historia económica, política y periodismo. Sus enormes errores teóricos, los prejuicios ideológicos de los que parte, y que ni siquiera intenta justificar –por ejemplo, su tirria a las multinacionales que explotan los recursos naturales–, así como el escaso rigor de muchos de sus asertos hacen de La doctrina del shock un libro de propaganda bastante bien hecho, pero muy poco aprovechable para otros usos.

    La tesis de la Klein es sencilla. Existe una suerte de conspiración, con centro en el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago, cuyo objetivo es aprovecharse de todo tipo de shocks sociales (golpes de estado, guerras, desastres naturales, ataques terroristas, etc.) para imponer políticas de libre mercado cuyos resultados son, además, tanto o más devastadores aún que las consecuencias de los shocks originales.

    Para empezar, y antes de entrar a matar, permítanme darles sólo un par de ejemplos, detalles que poco afectan a la tesis de fondo pero que seguramente les hagan caer en la cuenta de la falta de rigor de la autora. En un libro que se supone trata de denigrar a la Escuela de Chicago y a su exponente más conocido, Milton Friedman, Klein asegura que el mentor de ambos fue Friedrich Hayek; el pequeño grupo al que denomina «los austriacos» es para ella como una miniescuela dentro de la Gran Escuela de Chicago. No voy a aburrirles recordando que la Escuela Austriaca es más antigua que la de Chicago, o detallando el enorme abismo teórico que las separa, pero no está de más recordar que el propio Hayek escribió en su autobiografía que la obra de Friedman Ensayos sobre economía positiva era un libro «tan peligroso como la Teoría General [de Keynes]» para la ciencia económica.

    El otro ejemplo: ya cerca del final, Klein explica que en ocasiones –sobre todo desde que nació el movimiento antiglobi, que nunca está de más echarse unas flores a una misma– los ciudadanos se crecen ante el shock en lugar de apocarse y aceptar los malvados designios de los «neoliberales». ¿Una de las muestras que escoge? El 11-M, naturalmente. La Klein llega a decir que en aquellos días de marzo Aznar pidió el apoyo para la guerra de Irak –detalle que ignoro de dónde se saca, porque el entonces presidente no hizo nada parecido–, y a comparar a éste con Franco, naturalmente. Según la Klein, fue el recuerdo del tiempo «en que el miedo gobernaba la política» lo que llevó a los españoles a votar a Zapatero, obviando así el detalle de que fueron sobre todo jóvenes que no votan habitualmente y que jamás vivieron bajo la dictadura quienes dieron el triunfo al socialista.

    Sirva lo anterior para dar cuenta del escaso apego al rigor de esta periodista. Pero es que la Klein no puede sino faltar a la verdad una y otra vez: La doctrina del shock no es un ensayo clásico, con una tesis que se desea probar cierta o falsa; hay una narrativa preconcebida, y los hechos han de coincidir con ella sí o sí. Si no lo hacen, pues se omiten o se tergiversan. No hay en estas páginas dato alguno que pueda desmentir las tesis de su autora u ofrecer alguna duda. No se menciona el éxito económico obtenido por Chile, ni su actual estabilidad política, no sea que algún lector pueda pensar que igual Friedman tenía razón cuando afirmaba que las reformas liberales en la economía acababan trayendo reformas políticas democráticas. Una tesis discutible con la que yo mismo no acabo de estar de acuerdo, pero cuya discusión honrada se hurta aquí, al no presentarse los hechos que pudieran hablar en su favor. Incluso algunos defensores del libro, como Joseph Stiglitz, han tenido que reconocer esta tara. El Premio Nobel afirmó, en una reseña que desbordaba afecto por el ensayo y publicada en el New York Times, que Klein «no es una académica» y que «no puede ser juzgada como tal», con lo cual venía a reconocer al mismo tiempo que el libro no es de fiar… pero que eso no importa, porque al fin y al cabo la Klein es «de los nuestros».

    Pero vayamos a los contenidos. La teoría de la conspiración que sirve de hilo conductor a la Klein difícilmente pudiera tener una base más débil. Todo lo fía a esta frase del libro de Milton Friedman La tiranía del statu quo, escrito en 1984:

    «Sólo una crisis –real o percibida como tal– produce un verdadero cambio. Cuando ocurre esa crisis, las acciones que se emprenden dependen de las ideas existentes en aquel momento. Ésa es, en mi opinión, nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes y mantenerlas vivas y disponibles hasta que lo políticamente imposible se convierte en políticamente inevitable».

    Curiosamente, cuando Friedman escribió esto ya habían tenido lugar muchos de los shocks que describe Klein. Es una de las múltiples ocasiones en que la relación causa-efecto se invierte en el libro. Así, acusa a Thatcher de utilizar la popularidad obtenida en la guerra de las Malvinas para imponer medidas de liberalización; medidas que la premier británica empezó a tomar tres años antes del citado conflicto… Con todo, no parece que sea una cita condenable de por sí: así suelen proceder los grupos de presión, empezando por los antiglobis, de los que la Klein es musa y líder espiritual.

    Lo cierto es que los shocks del tipo que se describen en estas páginas han llevado casi siempre a una ampliación de los poderes del Estado, no a su restricción. Pero, claro, Klein no lo dice, porque sentaría muy mal a sus tesis. La periodista canadiense menciona de pasada y en términos aprobatorios el New Deal, sin dar cuenta de que esta ampliación del tamaño del Gobierno federal estadounidense fue una respuesta (equivocada) a la Gran Depresión, el mayor shock económico de la historia de EEUU. El mismo 11-S, cuyas consecuencias nos trata de vender como una venta a las empresas de las funciones básicas del Estado, supuso un gran aumento de los poderes y los gastos del Estado. Las «ideas existentes en el momento» son muchas, pero tanto Friedman como Klein olvidaron que los políticos suelen escoger aquéllas que aumentan su poder. Dicho sea de paso, hubiera sido una muestra de cierta honestidad intelectual por parte de la autora mencionar en las páginas que dedicadas a Irak que Friedman se manifestó en contra de esa guerra. Pero es que Klein no intenta ser honesta, sino dibujar al economista con cuernos y rabo.

    El empeño en demonizar al adversario ideológico queda patente en esa violación de la lógica más elemental que supone la acusación más brutal del ensayo: que los liberales apoyan la tortura. ¿Cómo lo justifica? Pues bien, resulta que los liberales apoyan políticas impopulares y que la tortura también se usa para apoyar políticas impopulares, ergo los liberales apoyan la tortura. Empleando un argumento equivalente podríamos decir que, como Hitler también odiaba el libre mercado, entonces la buena de Naomi apoya a Hitler. ¿No es eso?

    Toda esta lógica torturada responde a una razón: provocar una respuesta emocional instintiva contra quienes defendemos el libre mercado como mejor solución para, entre otras cosas, acabar con la pobreza. Analizado bajo este supuesto, todo encaja mejor. La falta de rigor importa poco, porque Klein sabe que se dirige a un público que no se dedica a contrastar datos o a examinar la realidad. Se puede permitir, así, equiparar el «neoliberalismo», que es como llama a la Escuela de Chicago, con el «neoconservadurismo», como si los neoconservadores no apoyaran un Gobierno voluminoso con un Estado del Bienestar amplio. Pero se trata de grabar en la mente de un público contrario a la guerra de Irak la equivalencia entre la ideología que prescribe la exportación de la democracia, militarmente si es necesario, con la que defiende a la sociedad frente al Estado.

    Incluso los escasos momentos en que intenta hacer propuestas más o menos teóricas, Klein cae en el ridículo. Así, intenta demostrar que las teorías liberales están poco menos que destruyendo el mundo porque carecen de la necesaria competencia de otras ideas más estatistas… e incurriendo en el error de incumplir el ideario que postulan, que tanto exalta la competencia. Como si tuviera algo que ver la lucha entre empresas para hacerse con el favor de los consumidores con el mundo de las ideas económicas y políticas. Y, sobre todo, como si ese supuesto monopolio no se hubiera producido en una época en que el peso del Estado no ha hecho sino aumentar.

    Con el cacao teórico que sufre la autora, es normal que no capte la ironía de que, con toda su defensa del Estado, no haga más que criticar la acción de diversos Gobiernos. Parece creerse sinceramente que la cosa mejoraría si tan sólo hubiera otras personas a cargo del Estado. Pese a las acusaciones que vierte contra Friedman por su ciego fanatismo a favor del mercado, la diferencia real entre Klein y el Nobel de Economía es que este último era consciente de los fallos irresolubles que presenta la acción del Estado y los consideraba mucho más graves para la sociedad que los fallos del mercado, que no negaba, mientras que la canadiense parece considerar que un Gobierno dirigido por hombres buenos no está expuesto a fallo alguno.

    La teoría del shock es, en definitiva, un libro que producirá cierta hilaridad entre los mejor informados sobre los casos que describe, siempre y cuando puedan superar la indignación que produce el intento de Klein de responsabilizar a Friedman y a sus discípulos de los crímenes cometidos por determinadas dictaduras militares; pero resultará muy convincente para quienes carezcan de esa formación, que probablemente serán los más de entre sus lectores. Es un ejercicio de propaganda que se dirige al estómago más que al intelecto y que propone toda una serie de hechos tergiversados para que el progre que aún pretenda basar su ideología en algo más que el aire pueda exponerlos en cualquier discusión y salir airoso. Todo buen polemista liberal debería leerlo y extraer conclusiones. No sobre los hechos ni sobre las teorías de Klein, claro, sino sobre cómo se las gasta para convencer a sus lectores.

    Naomi Klein, La doctrina del shock, Paidós, Barcelona, 2007, 712 páginas.»

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  3. Creo que las teorías de Naomi Klein son bastante criticables, si bien tampoco estoy de acuerdo con el neoliberalismo puro y despojado de toda política social. Pego un artículo que me pareció interesante, enriquecedor y que aporta otro punto de vista sobre uno de los libros de la autora canadiense.

    A propósito de Naomi Klein

    No Logo, El poder de las marcas Reseña
    No Logo, El poder de las marcas
    Naomi Klein
    Paidós, Barcelona, 2001
    565 páginas
    A propósito de Naomi Klein

    Por Luis A. Balcarce
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    Cortesía de poderlimitado.org.

    Hace más de treinta años, el escritor de izquierda Eduardo Galeano comenzaba su tristemente célebre libro Las venas abiertas de América Latina diciendo que «la división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder»(1). Fue una frase rotunda que con el tiempo permitiría designar a una ideología nefasta, el tercermundismo, cuya creencia básica consiste en sostener que unos países son ricos a causa de que otros son pobres, entendiendo la riqueza, no como algo que puede ser generado a través del esfuerzo, la iniciativa individual y el conocimiento racional sino como un botín que cambia de manos según diversos momentos de la historia. En otros términos, es la típica enfermedad mental latinoamericana que perpetúa desde hace décadas la pobreza, el hambre y la miseria en nuestro continente; un «sarampión ideológico»(2) que postula que la riqueza está mal distribuida merced a la explotación capitalista, el imperialismo yanqui, el Fondo Monetario Internacional, la rapiña de las multinacionales y, por sobre todo, el mal de todos los males: el neoliberalismo.

    No Logo (3), el libro de cabecera de los movimientos antiglobalización, encuentra sus raíces en toda una vieja tradición de pensamiento de izquierda que se remonta desde Karl Marx hasta el sub-comandante Marcos. Su originalidad consiste en camuflar las ideas del Che Guevara con los fundamentals del marketing empresarial denunciando que, en la aldea global que nos toca en suerte, algunas multinacionales, lejos de nivelar el juego global con empleos y tecnología para todo el mundo, «están carcomiendo los países más pobres y atrasados del planeta para acumular beneficios inimaginables»(4). Más aún, la globalización se caracterizada por conectarnos a través de una red de marcas conocidas por casi todos (Nike, Shell, Tommy Hilfiger), pero cuyo orden esconde en su trastienda la explotación inhumana de obreros, el pago de salarios miserables y condiciones de trabajo casi esclavistas en varios países del Tercer Mundo.

    «El Tercer Mundo, según dicen, siempre ha existido para mayor comodidad del Primero»(5), escribe su autora, la periodista canadiense Naomi Klein. De ahí que su área de estudio abarque el origen de las zapatillas Nike en los infames talleres de Vietnam, la producción de las ropitas de la muñeca Barbie a través del trabajo de los niños de Sumatra, la cosecha de café de Starburck en los cafetales ardientes de Guatemala y la extracción de petróleo de Shell en las miserables aldeas del delta de Níger.

    El objetivo del libro de Klein es lograr que, a medida que los secretos que yacen detrás de la red mundial de las marcas sean conocidos por una cantidad cada vez mayor de personas, la exasperación de éstas pueda provocar la gran conmoción política del futuro, rechazando frontalmente a las empresas transnacionales cuyas marcas son más conocidas. «La oposición a las multinacionales es el tema que va a seducir la imaginación de la próxima generación de rebeldes y perturbadores»(6), profetiza la autora.

    A lo largo de sus más de 500 páginas No Logo se trasforma en una experiencia tediosa en donde se relatan con detalle boicots a grandes empresas, levantamientos obreros, ataques de piratas informáticos, huelgas multitudinarias y todo aquello que se relacione con el surgimiento de una nueva militancia activista contra las multinacionales. La idea de la autora es promover las asociaciones gremiales, el cumplimiento de los tratados internacionales y la posibilidad de controlar las condiciones de trabajo de los obreros junto a los efectos medioambientales de la industrialización. Agremiación masiva, negociación directa entre los trabajadores y las empresas y la adopción de nuevas y severas leyes por parte de los gobiernos son las recetas de Klein para lograr «gobernar a las multinacionales.»(7)

    Falacias del pensamiento ideológico

    Los postulados de No Logo son propios de aquello que Jean-Francois Revel denominó «pensamiento ideológico»: un conjunto de ideas fosilizadas tendientes a acabar con un enemigo determinado en forma fanática. Lo que explica el éxito del libro de Klein es la sutil maniobra de disfrazar un antiamericanismo furioso y un marxismo rococó con los ropajes de la justicia social, la ecología y los gastados slogans contra el neoliberalismo.
    Revel considera que las características del pensamiento ideológico son la ignorancia deliberada de los hechos, el culto a las incoherencias y las contradicciones, y su capacidad para engendrar a través de consignas progresistas lo contrario de lo que pregonan sus fines. Analicemos a partir de estas consignas cómo se configura y organiza el mapa doctrinario de No Logo.

    En primer lugar, llama la atención el hecho de que Klein m uestre como pruebas del fracaso de la globalización y el libre mercado sus experiencias en diversas ciudades de Indonesia, Nigeria, Birmania, Filipinas y la India, todos ellos países que si por algo se caracterizan es por haber quedado fuera de la mundialización de capitales y los procesos de inversión a nivel global. ¿Es deliberada su ignorancia frente a la paupérrima realidad política, social y económica que somete a esos países fruto, principalmente, de odios tribales ancestrales, rencores e intolerancia religiosa y guerras intestinas que cosecharon por décadas persecuciones, hambrunas, despotismos y millares de muertes?

    Por otro lado, cuesta creer que empresas multinacionales elijan esos destinos para hacer inversiones. La miopía ideológica de Klein le impide constatar que, a contracorriente de lo que se escucha habitualmente, los empresarios de ahora no se instalan donde la mano de obra es menos costosa sino allí donde el Estado ofrece la mejor relación entre los servicios que provee (orden, seguridad, calidad de vida, educación, salud) y las reglas de juego legales y fiscales que se le presentan al empresariado(8). A pocos miles kilómetros de los talleres de niños que Klein describe en forma tan dickensiana existen países como Taiwán, Hong Kong, Corea del Sur o Singapur que con instituciones sólidas, reglas de juego claras, sin protestas ni sindicalismo combativo y con un gran respeto por los derechos de propiedad han logrado multiplicar por doce en 25 años la riqueza de esos países adaptándose instantáneamente a los humores de la globalización.

    En segundo lugar, el punto más débil de los argumentos de Klein tiene que ver con su denuncia acerca de los miserables salarios que pagan las multinacionales en el Tercer Mundo. Según No Logo, esos salarios son producto de las desigualdades inherentes al libre mercado y al incumplimiento de normas comerciales internacionales que impedirían semejante abuso. Ahora bien, ¿cómo explica Klein que los obreros de su Canadá natal no sean explotados como sus pares de Indonesia? ¿Acaso no hay sobrados ejemplos de países tan poco imperialistas como Canadá, Holanda o Australia que basan sus economías en la competencia y el libre mercado y permiten que sus obreros estén entre los más calificados y mejor pagados del mundo? Esta repuesta no convencerá a Klein quien, antes de ir a dinamitar un local de McDonalds, nos acusará de ingenuos y nos hablará de … ¡la mundialización salvaje de las marcas! En fin, el típico tic nervioso del pensamiento único progresista que pretende ocultar la evidencia de los hechos con la pancarta y el slogan. En realidad, la respuesta se encuentra en que los ingresos y los salarios reales se elevan de acuerdo con los incrementos en el stock de capital. Aquí la clave no pasa ni por la generosidad de los políticos y por la agresividad de los sindicatos. Pasa por el capital invertido en instalaciones, máquinas, tecnologías de punta, almacenamiento y transmisión de información, apoyo logístico y el abaratamiento de los costos de las comunicaciones. En países tan pobres en capitalización como Indonesia, Afganistán o Argentina difícilmente los salarios puedan ser elevados.

    En suma, los salarios no se rigen por los deseos de los sindicalistas, los caprichos del gobernante de turno o el inconformismo de los intelectuales. Naomi Klein debería haberlo visto en su reciente visita a nuestro país, en donde las asfixiantes leyes laborales vigentes, los controles de precios y el poder mafioso de los gremios hacen huir espantados a los empresarios al tiempo que incrementan el desempleo de forma alarmante.

    Por esta razón es necesario no dejarse embaucar por estos best sellers de moda que aparecen tan seguido alertando sobre posibles cambios dramáticos a nivel mundial o exhortando a militar contra causas poco creíbles como la «plaga neoliberal» o «la mundialización». No sólo porque han demostrado carecer de soluciones viables y propuestas alternativas sino porque, además, trafican miedo y angustia a cambio de un poco de atención en los medios(9). El mejor antídoto frente a autores como Naomi Klein es recordar aquel viejo adagio del pensamiento liberal francés que nos pide alejarnos de las supersticiones y las fábulas hechiceras ya que la demonización rara vez sustituye al conocimiento.
    1- Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América latina, Editorial Siglo XXI, Buenos Aires, 1970, p. 1
    2- Esta expresión está tomada del insoslayable libro Manual del perfecto idiota latinoamericano, AAVV, Atlántida, Buenos Aires, 1996, p. 22
    3- Naomi Klein, No Logo, Paidós Contextos, Buenos Aires, 2001
    4- Ibidem, p. 23.
    5- Ibidem, p. 23
    6- Ibidem, p. 25
    7- Ibidem, p. 503
    8- Véase Guy Sorman, El mundo es mi tribu, Andrés Bello, Barcelona, 1998, p. 411
    9- La expresión «traficar miedo» es de John Stossel y su documental Tempering with Nature. Los autores a los que me refiero son, entre otros, Jeremy Rifkin, Vivianne Forrester, Noam Chomsky, Pierre Bourdieu y John Gray.

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